Cada domingo, mi familia y yo asistíamos juntos a los estrenos de cine, un privilegio que debo a mi madre, quien trabajaba entre esas pantallas y proyectores. Ver las películas sin costo alguno me hacía sentir afortunada, pero lo más valioso era la experiencia misma: cada historia me envolvía, y por momentos, sentía que yo también pertenecía a ese universo proyectado en la pantalla.
El cine era más que entretenimiento, era una puerta hacia lo posible. Cuando mi padre trajo a casa nuestro primer reproductor de DVD y alquilaba películas, esas noches frente a la pantalla se convirtieron en rituales de fascinación.
No podía dejar de soñar con la idea de que algún día yo misma estaría dentro de esas historias. Pero mientras mi amor por el cine crecía, también lo hacía mi fascinación por los vestuarios que daban vida a esos personajes. Esos trajes no solo acompañaban las narrativas; parecían contar sus propias historias, elevando la magia del séptimo arte a algo tangible.
Con cada película, no solo soñaba con ser parte de ese mundo, sino con crear los atuendos que lo habitaran. Mi pasión por el cine pronto encontró una nueva expresión en la moda, ese arte que transforma la imaginación en telas, texturas y formas. Y así, descubrí que mi verdadero destino estaba en reinterpretar esos vestuarios icónicos, trayendo a la vida no solo personajes, sino sueños tejidos en la pantalla.